El malestar en nuestro país de buena parte de la ciudadanía
con los partidos políticos y los representantes públicos se palpa a pie de
calle y alcanza cotas preocupantes. El movimiento 15-M o la contundente
irrupción de los denominados partidos emergentes son síntoma de un descontento
que las encuestas señalan desde hace tiempo. Pero ¿la desafección y sus causas
constituyen un problema que afecta solo a España o se trata de un fenómeno de
mayores alcance y complejidad?
Si analizamos nuestro entorno
comprobamos que en Francia miles de personas se han echado a la calle para
combatir la reforma laboral del gobierno Valls; Reino Unido se divide entre
partidarios y opositores del Brexit; en EEUU, otra democracia de gran tradición,
un excéntrico como Donald Trump amenaza con llegar a la Casa Blanca; la extrema
derecha avanza en Europa...Puede afirmarse, en suma, que la indignación se
ha convertido en una nota que define hoy el estado de las cosas en los sistemas
democráticos.
Detrás de este
diagnóstico común en las democracias avanzadas hay también problemas
compartidos: el debilitamiento del poder democrático frente a un poder
económico-financiero organizado a escala planetaria, la crisis o transformación
del estado del bienestar, la precariedad laboral, el aumento de la
desigualdad...
Dos procesos
contribuyen a explicar, mejor que otros factores, el descontento de la
ciudadanía con el rendimiento de los sistemas democráticos: la globalización y
el desarrollo tecnológico, que han transformado el mundo de tal forma que el
cordón de seguridades y certidumbres vigente hasta no hace mucho ha saltado por
los aires. Podría decirse que el curso de los acontecimientos se ha desviado
del camino previsto y las expectativas de buena parte de la ciudadanía se han
visto defraudas con el cambio.
En este escenario
envenenado los ciudadanos hacen bien en expresar su malestar y hacer saber que
las cosas no marchan. Pero es importante no perder de vista que el desafío que
enfrentamos, además de complejo, es un desafío compartido que afecta sin
excepciones al mundo desarrollado. Y lo que es peor: aún no se han encontrado
recetas para afrontarlo con éxito.
Como señala Sørensen
en su recomendable libro 'La Transformación del Estado. Más allá de la Teoría
del Repliegue', "la transformación del Estado plantea a los estudiosos un
nuevo y variado menú de desafíos analíticos y substantivos" pero, de
momento, no hay "respuestas claras". El autor matiza esta afirmación
señalando que, en cambio, sí "tenemos ideas muy claras acerca de lo que
está pasando y de cómo está cambiando el Estado soberano". Es decir, no
conocemos las recetas pero sí sabemos qué está pasando, lo que para Sørensen
representa "un buen punto de partida".
Con esto que digo
pretendo dejar claro que la ciudadanía hace bien en expresar su descontento
pero no debe ignorar que, de momento, no se han encontrado soluciones para los
desafíos que están en el origen del actual malestar con los partidos y los
representantes públicos. Y no se han encontrado ni en España ni en ningún otro
lugar. Por esta razón, los actuales procesos de cambio constituyen todo un
desafío para los sistemas democráticos. Cuando se encuentren las respuestas, el
actual descontento desaparecerá y las aguas democráticas volverán a su cauce.
Pero entre tanto, desconfíen de los nuevos populismos que pretenden pescar en
aguas revueltas, porque ellos no tienen las respuestas y pueden ser más el
problema que la solución.
Para terminar quiero
subrayar una idea importante: aunque no hay respuestas claras para estos
desafíos, en el mundo de hoy un gobierno nacional sigue teniendo margen de
maniobra. Es decir, puede optar por subir los impuestos o bajarlos; por
implementar prestaciones extraordinarias para los colectivos en situación de
riesgo o no hacerlo; ampliar derechos, como la atención a la dependencia, o no
ampliarlos; combatir con determinación la violencia de género o hacerlo con
tibieza; contrarrestar el cambio climático o no creer en él...Es decir, los
gobierno siguen decidiendo asuntos verdaderamente importantes para todos (y
todas). De ahí que votar y decir con nuestro sufragio quién queremos que nos
gobierne siga siendo un acto esencial.
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