En la anterior
entrada, me referí a lo que Sartori ha dado en denominar la "época de la
ofuscación democrática", que en palabras del autor consiste en "una
escalada sin precedentes en la distorsión terminológica e ideológica" del
concepto democracia cuyo resultado final es la ofuscación". El profesor
sostiene que "hasta la década de los cuarenta la gente sabía lo que era la
democracia (...); desde entonces todos decimos que queremos la democracia, pero
ya no sabemos (entendemos o estamos de acuerdo en) lo que es".
Una de las
trampas o de los errores que contribuye a explicar la ofuscación es el
"perfeccionismo", que para el italiano es el modo equivocado de
entender y emplear los ideales. Como asegura Dahl, la democracia es al mismo
tiempo un ideal y una realidad, de forma que la democracia es un sistema que no
puede desligarse de aquello que debería ser. Pero una cosa es esto y otra muy
distinta confundir el ideal democrático con la realidad democrática, el deber
ser con el es.
Como explica
Sartori, la función del ideal es equilibrar la realidad, mejorarla, pero no
sustituirla. El ideal es una referencia, una guía que conviene tener presente
para mejorar la
democracia. Pero el ideal no puede ser realizado; al menos,
no enteramente, no del todo.
Realidad e
ideal, por tanto, se mueven en distintos planos y el error que comete el
perfeccionista es situarlos en el mismo, acercarlos hasta confundirlos. El
perfeccionismo eleva hasta el infinito el listón de la exigencia democrática
con un discurso entre utópico y demagogo que, en opinión del profesor,
constituye una seria amenaza para la propia democracia. Porque mientras un
ideal bien entendido contribuye a mejorar la realidad, un ideal mal entendido
-un ideal que quiere hacerse realidad- acaba por convertirse en enemigo de la
democracia existente, de la democracia posible, a la que quiere sustituir, a la
que quiere reemplazar. Y, así, se corre el riesgo de sustituir lo que tenemos
por algo imposible, por algo inexistente. En suma, por algo peor.
Desde esta
posición, el autor sostiene que la crítica que desde el perfeccionismo se hace
a los sistemas democráticos es una crítica inmerecida e insiste en la
importancia de establecer la relación correcta entre el deber ser y el es,
porque "todos más o menos sabemos cómo y cuál debería ser la democracia
ideal; mas muy poco se sabe acerca de las condiciones de la democracia
posible".
Por lo tanto,
no toda crítica es válida. Sartori dirá que criticarlo todo es fácil, pero la
crítica que se pretende seria debe preguntarse siempre para qué sirve, cuál es
su fin, si existe alternativa a lo que se crítica o si es mejor la propuesta
que lo existente.
Traigo a
colación esta reflexión, porque creo que los sistemas democráticos
contemporáneos pueden ser criticados por numerosas razones (corrupción, abuso
de poder, debilitamiento de fronteras entre partidos e instituciones,
ineficacia...), pero también que algunas de las críticas más furibundas que se
lanzan contra los sistemas democráticos confunden ideal y realidad. Cuando se
critica, por ejemplo, la democracia representativa o algunos aspectos del
funcionamiento de los partidos no pocas veces se hace subiendo el listón de la
exigencia hasta lo inalcanzable; criticando la democracia existente en aras de
una democracia mejor, pero imposible, inexistente, irreal. Criticamos, pero lo
hacemos sin preguntarnos -como apunta el profesor- cuál es el fin de la crítica
o si existe una alternativa mejor a lo que se crítica.
Estamos en
tiempos en los que lo cool es criticar a los sistemas democráticos. Pero
conviene tener presente, incluso en estos tiempos, que no toda crítica debe ser
tenida por buena. Como aclara el autor "no pido menos crítica. Pido más
crítica, hecha mejor. Y pido que alguien se ocupe, más aún, de la conversión de
la teoría en práctica. Todos proponen ideales que quedan en el aire; casi nadie
nos explica cómo aplicarlos". Ese es, a mi juicio, el verdadero reto.
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